martes, 23 de diciembre de 2014

Al amor le dio el "acabamiento"

Érase una vez en un reino muy cercano, una torre donde se acostumbraba descansar, pero tanto tardó el amor en despertar, que cuando lo hizo ya era viejo. Abrió ventanas y persianas; caminó en seguida ante un espejo con la curiosidad que sólo despierta el tiempo, pero nada; no reconoció de sí, ni el rostro. Quería ver los detalles que ahora lo marcaban como a un mapa, así que con cuidado se acercó al espejo, pero poco antes de que su nariz tocara el vidrio, advirtió que no veía. Tenía "vista cansada". 

Se sentó en una silla cerca de la ventana. Era el turno de examinar su cuerpo con detalle, no con el que él hubiera querido, sino con el que le quedaba. Palpó las consecuencias de su siesta como si leyera un libro en braille. Notó una delgadez pegada al hueso. No veía pies, ni piernas, ni caderas; sólo colgaban de su medio, huesos, piel , arrugas y venas. Miró sus manos y estaban agotadas de tanta arruga. Sus brazos eran blandos, como sin hueso y con surcos.

Regresó al espejo y repasó todas y cada una de sus 24 costillas. No todas se veían parejas y se espantó, pero después se acordó que le pasó eso un día en la escuela y se le aclaró que así estaban bien, que no se preocupara, que no estaba mal hecho. 
Se paró lo más recto que pudo y encaró al espejo como si fuera un enemigo que le grita sus verdades; prestó atención a todo; vio sus pulmones y, en medio de toda esa hecatombe, al corazón.

Se tomó el pulso y le pareció un latido débil. Se recostó. Tenía sueño, pero evitaba dormirse por temor a que le sucediera lo mismo que en aquel tiempo en el que estaba tan cansado de ajetrearse, que decidió una siesta reparadora y helo ahí. Jodido. 


Entre más tiempo miraba el techo, más recordaba sus andares. De aquí para allá siempre al extremo, ninguneado o acosado. Ni una vez había caminado tranquilo y despreocupado. "Lo fatigante que es salir a todo y nada" pensó. Se dedicó tanto a pensar en si debía salir, que se volvió a cansar. Miraba al techo para no dormir, pero le aburría el sólo pensar en las personas que le hablaban para puras pendejadas que, generalmente, dejaban a medias. Así pues, se hizo de noche. Volvió a cerrar las ventanas porque ya empezaban a gritarle; se recostó en el casi inquebrantable huequito de cobijas y exclamó: -¡Ay, no! ¡Qué pinche hueva me dan!" y se durmió otra vez. 

Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Fin






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